Héctor Aguilar Camín

Héctor Aguilar Camín

Mientras pasa la historia

Divagario

El rastro de sangre de Pancho Villa

octubre 23, 2023

Tiempo de lectura Lectura: 18 minutos

Pancho Villa y Martín Luis Guzmán

Merecería ser una novela la historia de cómo se transfiguró Francisco Villa en la cabeza de Martín Luis Guzmán.

Cómo dejó de ser el aterrador personaje de quien el escritor salió huyendo en 1915, para volverse el “gran debelador” (gran guerrero) de la Revolución Mexicana.

La Revolución Mexicana sufrió también una alquimia en Guzmán. La revolución que vive en sus grandes libros, La sombra del caudillo y El águila y la serpiente, es una saga de violencia cruda, simulación, ignorancia y ausencia de ideales.

Es el mundo que se resume en el aforismo de La sombra del caudillo: “La política mexicana sólo conjuga un verbo: madrugar” (matar primero).

La Revolución Mexicana del Martín Luis Guzmán consagrado por los años, en cambio, es parte de la grandeza histórica de México, ese país que busca a tientas su forma saltando de montaña en montaña: de la Independencia, a la Reforma, a la Revolución.

La alquimia de Villa en Guzmán no es menos grande.

En El águila y la serpiente, Villa es el animal impredecible y violento que hace temblar a Guzmán y al que Guzmán engaña, para huir de él.

Villa sospecha el engaño, alza a Guzmán de las solapas, lo mira “con fijeza” y le pregunta: “¿También usted me va a abandonar?”.

Guzmán recuerda: “Creí ver pasar la muerte por sus dos ojos”.

Logra engañar a Villa, sin embargo, y Villa le pone un tren para que vaya a San Antonio “a ver a su familia”. Están en Aguascalientes. El libro termina con Guzmán trepado en el tren de Villa, contando las horas del miedo, pensando:

“¡Qué grande es México! Para llegar a la frontera faltaban mil cuatrocientos kilómetros”. En su madurez, Guzmán escribió unas monumentales Memorias de Pancho Villa. Y fue el gestor oficial de la inscripción del nombre de Villa en letras de oro en la Cámara de Diputados.

Villa había dejado de ser para Guzmán el animal mortífero que conoció, para volverse el símbolo de la grandeza revolucionaria que inventó a toro pasado.

Este segundo Villa, consagrado en 1969, es el que se recicla al bautizar oficialmente 2023 como “Año de Francisco Villa, el revolucionario del pueblo”.

Francisco Villa a contracorriente

El gobierno declaró 2023 año oficial de Francisco Villa. Difícil o imposible luchar contra la popularidad de Villa. Competiría sin problemas por la condición del más popular caudillo de la Revolución Mexicana.

Pero, como con tantos otros mitos de nuestra memoria colectiva, acaso como con ninguno de ellos, Villa presenta a los historiadores, a la historia oficial, y a la historia popular, un problema muy serio de realidad.

Su historia real, como opuesta a su consagración mitológica, exuda un olor a sangre y a matonería que apenas puede tolerarse.

El historiador Reidezel Mendoza ha puesto a circular un tomo, de casi 600 páginas, con la mayor reconstrucción testimonial y documental de que dispongamos hasta ahora sobre la naturaleza sanguinaria de Villa.

Se trata de una edición de autor, disponible en Amazon: Crímenes de Francisco Villa. Testimonios, con un prólogo de Raúl Herrera Márquez, quien hace unos años recreó, en una admirable novela, La sangre al río (Tusquets, 2014), la devastación que la furia homicida de Villa hizo caer sobre su familia, la de los grandes generales villistas Luis y Maclovio Herrera, porque éstos rehusaron seguirlo en su ruptura con Carranza.

La colección de Reidezel Mendoza es la obra de un historiador profesional. No hay uno solo de los testimonios recogidos que no tenga un sólido sustento historiográfico.

No hay mentiras aquí, ni versiones edulcoradas o elípticas de los hechos. El libro registra 50 casos de crímenes en los que, por órdenes directas de Villa o por su propia mano, perdieron la vida, con frecuencia de manera atroz, más de mil 500 personas.

No hay constancia de otro prócer en la historia de México que haya matado rutinariamente por propia mano. Sólo Villa, por fuera de la lógica de la guerra, por ira y por venganza, y por el aturbonado placer de matar.

Frente a la brutalidad de los casos recogidos por Mendoza, todas las versiones que tenemos sobre Villa parecen mitologizantes.

Incluso la magistral de Friedrich Katz (Pancho Villa. Era, 1998), aunque en la historia de Katz sí quedó retratado de cuerpo entero el matón que fue Villa, con su abominable rastro de sangre.

El rastro de sangre de Pancho Villa

Vista de cerca, la figura de Pancho Villa, como los templos aztecas, exuda un olor a sangre que apenas puede tolerarse.

El historiador Friedrich Katz escribió una especie de historia universal del personaje: Pancho Villa (Era, 2 vols.,1998).

En ese libro están retratados el bandido y el guerrillero, el valiente y el paranoico, el guerrero hábil y el estratega torpe, el genio carismático de la organización militar y el idiota comandante que destruye su ejército lanzándolo una y otra vez sobre las trincheras de Obregón en los llanos del Bajío.

Katz registra también las partes sangrientas de Villa, su fondo de ira y venganza, así como las múltiples ignorancias que lo llevaron a la derrota.

La violencia cruza la historia de Villa de cabo a rabo. Como el de ningún otro revolucionario, su trayecto deja claro que la guerra no es sino el “negocio de matar”, dice Katz en un pasaje, y Villa, un hombre poseído por aquella “monomanía de matar”, que Felipe Ángeles reconoció como su rasgo intolerable.

En ningún otro gran personaje de la historia de México, la capacidad de violencia personal ha tenido una expresión tan alta.

En ningún caudillo militar de la Revolución aparece tan nítido el vínculo entre el arrebato homicida personal y el homicidio colectivo que es la guerra.

Ni en Carranza, ni en Zapata, ni en Obregón hay un paso directo entre matar por propia mano y hacer matar por medio de las manos de un ejército.

En Villa, sí. Villa es el mayor matón consagrado como prócer y como héroe popular de nuestra historia.

Véase su perfil de ajuste de cuentas con Claro Reza, antiguo compañero de crímenes, que se había vuelto espía del gobierno y delator de las correrías de Villa, antes de la Revolución:

Villa entró a Chihuahua con paso lento para encontrar a Reza. Se compró un gran cono de helado y lo iba lamiendo y mordiendo cuando Reza salió de su cantina preferida, Las Quince Leguas, para enfrentarlo. Villa disparó sobre su antiguo compinche, lo mató y luego, con el mismo paso lento, salió en su caballo del pueblo sin que nadie se atreviera a perseguirlo.

La violencia villista

Desde luego hay que poner en contexto la violencia de Villa. Los otros caudillos revolucionarios, menos sangrientos en persona que Villa, lo fueron tanto o más que él en sus decisiones militares.

Carranza, por ejemplo, ordenó matar a todos los prisioneros que hubieran hecho armas contra la revolución, amparándose en la vieja ley juarista de 1862, que ordenaba fusilar a todo el que hiciera armas contra la República.

Pero son Villa y los villistas quienes sellaron nuestra historia con los mayores actos de matonería pura y dura, separados de toda justificación política, histórica o militar.

Recuérdese el pasaje de Martín Luis Guzmán, “La fiesta de las balas” en el que Rodolfo Fierro, lugarteniente de Villa, ejecuta a trescientos prisioneros haciéndolos correr para cruzar un patio, uno a uno, y les dispara sin parar, uno a uno, con revólveres que un ayudante le pone en la mano, antes de que salten la barda del patio que asegura su libertad.

Katz hizo la arqueología de otro siniestro ejecutor villista, Manuel Banda, quizá el más impresionante de todos por su perfil de hombre mediocre, convertido por la guerra en una máquina de matar… villistas.

A diferencia de otros matones de Villa, Manuel Banda no había dado muestras de ser un hombre violento en su vida prerrevolucionaria.

Había sido un burócrata de segunda en Torreón y llegó a ser oficial de la División del Norte, a cargo de vigilar y disciplinar a los soldados bisoños.

Un amigo de la escuela lo recordaba como un estudiante callado, que se llevaba bien con todos y nunca provocaba un pleito.

Cuando lo encontró convertido en oficial villista, no podía creer la transformación de Banda.

—¿Tú qué haces? —le preguntó.

—Obligo a la gente a pelear a punta de pistola —contestó Banda.

—¿Has herido a alguno?

—¿Herido? No. Matado. Yo no hiero, yo mato. Un hombre herido se puede curar y puede matarme en cualquier momento. Disparo a matar y si no sale a la primera, sigo disparando hasta que muere.

—¿Has matado muchos?

—Muchos. He matado muchos. En algunas batallas he matado tantos como los federales.

(En F. Katz: Pancho Villa, Era, vol.1, p. 341).

La matanza de las soldaderas

En 1915, al entrar a ciudad Camargo, recobrada de manos carrancistas, Villa encaró los insultos de una mujer cuyo marido, pagador de la guarnición carrancista de la plaza, había sido fusilado.

La mujer, escribe Friedrich Katz en su libro Pancho Villa (Era, 1998), lo llamó asesino y preguntó por qué no la mataba a ella también. En uno de sus raptos de ira incontrolables, Villa sacó ahí mismo la pistola y la mató. Pero eso no fue suficiente para aplacar su furia.

Algunos villistas de la plaza, temerosos de que las soldaderas presas pudieran denunciarlos cuando las tropas de Carranza volvieran a Camargo, pidieron a Villa que las matara a todas. Villa ordenó la ejecución de las 90 prisioneras.

Hasta su leal secretario resintió la escena terrible que vino a continuación. Con una profunda revulsión moral vio los cuerpos de las 90 mujeres, apilados uno sobre otro, privadas de la vida por balas villistas.

Terminó de sacudirlo la visión absurda de un niño de dos años riendo y jugando alegremente, sentado sobre el cuerpo de su madre muerta, con las manos llenas de su sangre.

La violencia tiene su propio nido de prestigio en la historia. Sólo nuestra fascinación instintiva por la sangre vertida, puede explicar que la mayoría de los héroes consagrados por la historia universal sean guerreros.

Mucho de lo que se enseña a los niños en las escuelas como actos memorables de la especie humana, nos recuerda Freud, no es sino una colección de matanzas: batallas, guerras, conquistas.

Algo de eso hay en la posteridad popular y oficial de Villa: la conversión de su violencia en una especie de fiesta del humor salvaje, de la venganza plebeya, de la ira popular, que se explican y se legitiman por sí mismas.

Ninguna de las dos cosas. La leyenda del guerrillero que encarna la rabia del pueblo no alcanza para disculpar al matón puro y duro, extraño héroe popular de nuestra historia al que nadie quisiera encontrarse en la calle.

Escribí lo anterior, palabras más o menos, hace unos años, luego de leer a Katz. El libro de Reidezel Mendoza lleva el escándalo moral que es Francisco Villa todavía más lejos. Quizás a su verdadero lugar.

La voz de las víctimas

He referido en estos días algunos episodios de la matonería de Francisco Villa, tal como los recobró en un gran libro sobre él, Friedrich Katz, historiador insospechable de antivillismo.
Los pasajes de Katz palidecen, sin embargo, ante las historias reunidas por Reidezel Mendoza en su libro Los crímenes de Francisco Villa.

Mendoza ha vuelto a contar, con peculiar solidez historiográfica, 50 casos de violencia personal de Villa y de sus lugartenientes más cercanos, en los que perdieron la vida, por fuera de toda lógica militar o política, a cuenta de la violencia pura y dura, más de 1,500 personas.

Aquí están las matanzas de chinos, las matanzas de prisioneros, la ejecución de todos los hombres del pueblo sonorense de San Pedro de la Cueva, la historia de las mujeres que Villa mandó quemar, la de las que mandó dinamitar, las violaciones que indujo, las que cometió, y el asesinato de una de sus mujeres, María Arreola, porque se negaba a entregarle al hijo de ambos, Miguel.

50 casos, casi 600 páginas.

Mendoza ha tenido el acierto de mirar al pasado desde el ángulo de la sensibilidad moderna que sabe y quiere escuchar a las víctimas, más que a los héroes, con frecuencia los verdugos.

Los testimonios que recoge son en realidad ecos de las voces de las víctimas, traídas al presente por el oficio de historiador.

Son en cierto modo voces inagotables, porque es difícil olvidarlas una vez escuchadas y vuelven a la memoria por su propio peso.

La inaceptabilidad de estas historias como bagaje de un héroe depende de los detalles, es imposible aquilatar su dimensión, su horrendo significado, prescindiendo de ellos.

No es por eso un libro que se pueda resumir, pero es un libro que puede ser ayudado a hacer su camino crítico, en este año oficial de Francisco Villa, con su sola lectura.

Las historias recobradas por Mendoza inducirán al más ligero de los lectores a preguntarse cómo hemos consagrado como héroe popular a un hombre al que sus propios hombres llamaban “bestia salvaje” y a quien el mayor de sus generales, Felipe Ángeles, caracterizó como dominado por la “monomanía de matar”.

La pistola cubana de Villa

El 20 de julio, durante el centenario luctuoso de Francisco Villa en La Coyotada, Durango, se exhibió la pistola que Madero le habría regalado a Villa en 1911, cuando le reconoció sus servicios revolucionarios.

La pistola fue hallada en La Habana en 1913, en una caja cuya placa lleva el nombre de Doroteo Arango Villa (sic), nombre que Villa nunca usó.

El gobierno cubano la devolvió al mexicano en mayo de 2022, y el presidente López Obrador la entregó en custodia al secretario de la Defensa en el acto de La Coyotada.

Hay dudas sobre la historia y la autenticidad del arma. De lo que no hay dudas, es de que, si esa pistola fue de Villa, no pudo matar a nadie con ella después de 1913.

No mató con ella, por ejemplo, a la soldadera que, en 1915, al entrar a Ciudad Camargo, lo insultó porque le habían fusilado a su marido, un pagador carrancista. Colérico, Villa le dio un tiro en la cabeza a la soldadera y mandó fusilar luego a 80 de sus compañeras, que gritaban también.

Villa tampoco mató con esa pistola a Andrés Avelino Flores, el cura del pueblo sonorense de San Pedro de la Cueva, que los villistas asolaron, en diciembre de 1915: violaron a las mujeres que quisieron y fusilaron a 74 hombres del lugar.

En abril de 1919, al ocupar Parral por enésima vez, Villa le perdonó la vida a todos los defensores sociales que resistieron su asedio, menos al viejo José de la Luz Herrera, y a sus dos hijos, Melchor y Zeferino.

Villa hizo caminar a los Herrera, amarrados, por el centro de Parral hasta el Panteón, donde el viejo Herrera lo retó a duelo y le escupió en la cara.

Villa contestó: “Para que le duela más: antes de morirse usted, va a ver cómo trueno a sus hijos”. Mató entonces a Melchor y a Zeferino Herrera, con tiros en la frente. Mató después al viejo José de la Luz, y mandó a colgar los cuerpos en los mezquites del cementerio.

Tampoco esto pudo ser con la pistola aparecida en Cuba en 1913, pistola inocente, como se ve, para haber sido la de Villa, le faltó tiempo.

Vibración de Villa

No está claro cuándo le regaló Madero a Villa la pistola que fue a parar a La Habana en el año de 1913.

La pistola fue donada al gobierno de México en mayo de 2022, por Javier Leal Estévanez, “heredero universal” del historiador cubano Eusebio Leal Spengler. (El siglo de Durango, 21/7/23).

Durante el centenario luctuoso de Villa, la pistola fue entregada por el Presidente al jefe del Ejército para que “bajo resguardo de la Sedena” forme “parte del patrimonio cultural de México” en el Museo de la Revolución Mexicana de Chihuahua.

Si la pistola fue de Villa, sólo pudo serlo hasta 1913. Por haber sido de Villa, podemos presumir que la pistola llegó a La Habana ya con algunas muescas de muertos en la cacha.

Se habrá quedado con hambre de más muescas, si medimos su apetito con el banquete de muertos por mano propia que Villa se sirvió en los años siguientes.

Borges dijo en un cuento que el cuchillo del malevo Juan Muraña sobrevivió a su muerte, en manos de su viuda, una mujer flaca, alta, huesuda, que una noche secreta cosió a cuchilladas al casero que le cobraba la renta, en el hoy ido barrio de Palermo.

Sugiero a los custodios de la pistola cubana de Villa, si en verdad fue su pistola, que lean esta historia, titulada justamente Juan Muraña, en El informe de Brodie.

Porque si la pistola aparecida en Cuba fue en verdad de Villa, si de verdad estuvo en su mano hasta 1913, se habrá quedado con hambre.

Y quizá, como el puñal de Muraña, no murió del todo, sino que su apetencia de muerte vibra en ella todavía, como vibra en el país la apetencia de muerte de la que Villa fue, en su tiempo, el más alto ejecutor.

Me dirán que hay miles de pistolas de Villa sembrando muertos por toda la República, que la pistola cubana de Villa no es nada, ni siquiera un símbolo bien puesto.

Respondo humildemente que sí. Que ese es el caso. No hay nada que celebrar.

Así asesinaron a Villa. 1. La petición

Cuenta Raúl Herrera Márquez, en su excepcional novela familiar La sangre al río (Tusquets, 2014), que el 26 de marzo de 1923, su tío abuelo, Jesús Herrera Montes, hermano de los difuntos generales villistas Maclovio y Luis Herrera, se presentó en el despacho del presidente Álvaro Obregón a pedirle anuencia y ayuda para matar a Francisco Villa, enemigo letal de su familia.

En 1915 Villa había jurado acabar con los seis hermanos Herrera y con su padre, José de la Luz, por haberse pasado al bando carrancista. Casi había cumplido su juramento.

Maclovio Herrera había muerto, en abril de 1915, por un maléfico malentendido, presa de un fuego cruzado entre sus propias tropas.

En diciembre de 1916, Luis Herrera había muerto defendiendo Torreón contra Villa y Villa había vejado su cadáver, dejándolo colgado de un árbol con un retrato de Carranza en la mano y un dólar en la bragueta.

En julio de 1917, durante una batalla contra villistas en Parral, una bala perdida había matado a Concepción Herrera.

En abril de 1919 Villa había tomado por enésima vez Parral, ofreciendo a los defensores que se rindieran a cambio de su vida. Entre los defensores estaban el viejo José de la Luz Herrera y sus dos hijos, Melchor y Zeferino.

Villa les perdonó la vida a todos, menos a los Herrera, a quienes hizo caminar al día siguiente, amarrados, por el centro de Parral rumbo al Panteón.

Ahí, el viejo Herrera lo retó a duelo y le escupió en la cara. Villa le dijo: “Para que le duela más, antes de morirse va a ver cómo trueno a sus hijos”. Y los tronó con dos disparos en la frente. Luego mató al viejo que no dejó de insultarlo. Luego mandó colgar los cuerpos de unos huizaches.

Ahora, en 1923, Villa estaba pacificado, o así decían, en la hacienda de Canutillo, pero había mandado unos pistoleros a despachar al último de los Herrera, precisamente Jesús, el Jesús que estaba frente a Obregón pidiéndole anuencia y ayuda para matar a Villa. (Continuará)

Así asesinaron a Villa. 2. La anuencia

Jesús Herrera Montes dijo el 26 de marzo de 1923 al presidente Álvaro Obregón:

—Vengo a informarle que voy a matar a Francisco Villa. Tengo todo preparado, pero necesito asegurarme de que mi gente pueda actuar con libertad. Acuartéleme la tropa en Parral o, si se puede, mándela fuera de la ciudad. También le quiero pedir inmunidad.

Obregón respondió que el papel de su gobierno era pacificar, no aumentar la violencia. Se puso de pie y acompañó a su visitante a la puerta, dando por terminada la reunión. Pero en la puerta se detuvo y le dijo a Jesús que recordaba muy bien a sus hermanos, los generales villistas Maclovio y Luis Herrera. Con Luis, recordó, había cambiado la promesa de que si alguno de los dos moría en la Revolución el otro velaría por la familia del ausente.

—Mi promesa de entonces fue auténtica —dijo Obregón—. En lo que esté a mi alcance, ni a usted ni a los suyos les va a pasar nada. Por allá en Torreón lo va a buscar un hombre de mis confianzas. Por conducto de él, manténgame informado de sus negocios, de sus actividades. De sus planes.

Cuatro meses después, el 22 de julio de 1923, Villa era acribillado en Parral por un grupo de conjurados que cumplía los planes de Jesús Herrera Montes.

La revelación de esta conjura es la mayor noticia histórica de La sangre al río, la novela del nieto del general Luis Herrera, Raúl Herrera Márquez, cuyo relato familiar vale como prueba final de que Obregón fue el artífice remoto de la muerte de Villa.

No es esta revelación, sin embargo, el mayor de los tesoros de La sangre al río, sino el poder, la precisión y la verdad con que se narra la historia de una familia diezmada por la Revolución.

Es una saga a ras de tierra, contada no desde los grandes hechos y los grandes ejércitos, sino desde el temple cotidiano de hombres que pelean y mujeres que enviudan a la par que crecen como protagonistas épicas de su propia vida.

 


 


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