Héctor Aguilar Camín

Héctor Aguilar Camín

Mientras pasa la historia

Nexos

El otoño del presidente

junio 1, 2022

Tiempo de lectura Lectura: 33 minutos

El gobierno de López Obrador ha entrado a su segunda mitad, pero tiene algo de cosa acabada. Nos ha mostrado ya todos sus trucos y el peor de sus dones: destruir lo que no entiende. En nada ha sido tan efectivo como en desbaratar lo que heredó, pensando que iba a suplirlo con una transformación histórica, hija de una confusa epopeya por venir, construida en su cabeza como un bloque de hormigón armado con los clichés de los libros de texto gratuitos de su escuela primaria o quizá sólo de su escuela primaria.López Obrador ha tenido un poder enorme si se le compara con los otros presidentes mexicanos de la democracia, pero es un poder que no sabe en realidad a dónde se dirige, en gran medida por su incomprensión profunda del país que le tocó gobernar, su juicio maniqueo sobre el presente y su visión escolar del pasado. Es un presidente prisionero de sus ideas, a su vez flores secas de jardines muertos de la historia. Conoce todos los pueblos y ciudades de México, pero no entiende el sentido de su movimiento, sus articulaciones complejas, la riqueza de su diversidad y de las redes que lo unen con el mundo. En el fondo no entiende tampoco la mecánica de la pobreza y la desigualdad, que intenta corregir con caridades de iglesia, repartiendo dinero en efectivo. Nada de alguna importancia ha tomado el lugar de lo que destruyó, y poco tiene que ofrecer rumbo al final de su gobierno, aparte de nombrar a quien quiere que lo suceda y hacerlo ganar para volverlo su marioneta, ordinario sueño de tantos presidentes de México.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

Al gran globo sexenal en el que viaja el presidente mexicano, ondeando por los aires la banderola de su Cuarta Transformación, le queda poco gas. Conforme se desinfla da giros inesperados en el aire, sorprende con sus aceleraciones y sus trompos, pero ya no va a ninguna parte. La parte a la que iba, la llamada Cuarta Transformación, resultó una quimera, una estela de escombros sobre los cuales no se ha construido nada. El presidente ha zarandeado al país, lo ha irritado, lo ha dividido, le ha impuesto su figura y su palabra, pero no lo ha transformado, salvo que destruir sea transformar.

La epopeya del gobierno se desinfla con grandes tronidos; su jinete hace también grandes gestos en las alturas mientras abajo corre el reloj rutinario de las presidencias que terminan, de los presidentes que no pueden reelegirse y pasan a la cámara de descompresión o a la cama de electrochoques del año más difícil de sus gobiernos, que es el séptimo.

Ha quedado claro para los mexicanos que es mucho más fácil prometer grandes cambios que hacerlos. Y que cambios revolucionarios o proyectos de gobierno que se presumen tales tienen altos costos antes de mostrar sus beneficios. Es la enseñanza invariable de guerras y revoluciones: los beneficios tardan en llegar, si llegan, luego de opresiones y sufrimientos sin fin. Para no ir más lejos: Cuba.

En todo tiempo y lugar han sido más duraderos y menos caros los cambios lentos y progresivos que los rápidos y radicales. Las sociedades reformistas han sido al final más transformadoras que las revolucionarias. A propósito de las reflexiones de Edmund Burke sobre la prudencia como maestra de la historia, escribió John Maynard Keynes:

Nuestro poder de predicción es tan leve, nuestro conocimiento de las consecuencias remotas tan incierto, que muy rara vez será una decisión sabia sacrificar el bien presente por una dudosa ventaja futura.

Esto es lo que ha hecho el presidente mexicano de la llamada Cuarta Transformación: cambiar lo cierto que tenía el país por lo incierto que su prisa le impone. López Obrador prometió acabar con la corrupción, acabar con la violencia, acabar con el estancamiento económico, regresar al Ejército a sus cuarteles, poner primero a los pobres y reducir la pobreza y la desigualdad.

La pobreza aumentó. La economía no creció al 4 % ni al 6 % prometidos respecto de donde él tomó el país, en 2018. Se perfila, en cambio, un sexenio sin crecimiento.
La violencia lleva un ritmo de homicidios superior al de los dos últimos gobiernos. Las masacres entre grupos criminales se han vuelto rutina. El control territorial del crimen ha crecido también y ha saltado a la arena política, si se juzga por su intervención en las elecciones intermedias de 2021.

El combate a la corrupción no ha cambiado en la percepción de los ciudadanos. Creció en cambio la opacidad gubernamental para asignar contratos y recursos. La familia del presidente y sus más cercanos colaboradores han sido exhibidos en groseros abusos y visibles corruptelas.

Los militares no sólo no volvieron a sus cuarteles, sino que les fueron entregadas jugosas partes del gobierno civil: aeropuertos, aduanas, obra pública.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

El manejo de la pandemia de López Obrador fue uno de los peores del mundo, con una cantidad de muertes en exceso del orden de las 650 000 personas al empezar 2022, una de las más altas del planeta. Japón, con la misma población que México, tuvo 29 000 muertes durante la pandemia.

La austeridad ha mantenido estable la macroeconomía, pero no ha atraído inversiones, al tiempo que la incertidumbre política las ahuyenta.

Nada marcha, pero el presidente sigue en su globo. Al empezar 2022 dijo: “Estamos viviendo un tiempo histórico, un momento estelar de la vida pública de México”.

¿Estelar? La palabra es una invitación al esoterismo.

A lo mejor se ha operado en el México profundo, donde vive realmente el presidente (aunque parezca vivir en Palacio Nacional, cernido de jarrones y candiles) una transformación admirable que quienes vivimos en el México no profundo, en el México de la superficie, somos incapaces de ver. Es posible que esa transformación estelar sólo puedan verla y sentirla quienes la ordenan desde Palacio en servicio del Pueblo y el Pueblo mismo, ese México pobre, olvidado hasta ahora pero que desde hace tres años sabe lo que son las grandezas de una transformación histórica.

Lo que vemos los ciegos habitantes del México superficial es otra cosa, hechos muy poco estelares, en realidad hechos terribles que parecen plagas porque lejos de estacionarse o detenerse en sus daños, se propagan.

El 25 de enero de 2022, día en el que el presidente declaraba la calidad estelar del momento que vivía el país, la lista de sus plagas podía resumirse así:

• 650 000 muertos por la pandemia
• 105 000 muertos por la violencia
• 3.2 millones más de pobres
• 35 millones de mexicanos desamparados médicamente por la cancelación del Seguro Popular
• Lugar 124 de 180 países en índices de corrupción
• 3000 feminicidios en tres años
• 102 políticos asesinados en 2021, 36 de ellos candidatos en las últimas elecciones
• 28 periodistas asesinados
• 3 años de crecimiento económico negativo

El hecho es que se acortan las fechas de cumplimiento de las grandes promesas de la campaña de 2018, pero no aparecen las cosas prometidas: ni el fin de la violencia ni el fin de la corrupción ni el crecimiento de la economía ni el bienestar de los pobres ni el regreso de los militares a sus cuarteles.

Cada mañana, ante el micrófono de su conferencia mañanera, el presidente libra una batalla contra el tiempo, la batalla que ordena todas las otras: quiere ganar las elecciones de 2024 e imponer a su sucesor. Su inquietud es visible, y entendible.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

Tiene mucho poder, pero tiene menos aprobación que cuando empezó su mandato (cayó de 80 % a 60 %). Y su gobierno está reprobado en sus logros. Lo dicen las encuestas, pero lo dice también el ansioso discurso presidencial.

López Obrador ha perdido todo respeto por las formas y por la legalidad, dispara contra lo que le estorba, sea la Constitución, sea el instituto electoral, sean la prensa y los intelectuales, sea la Corte, sean los opositores.

Parece saber que no ganará si no doblega al árbitro electoral, si no mete a la cárcel a políticos del pasado, si no amenaza con cárcel a candidatos en el presente, si no muestra su mando sobre el Congreso y sobre la Corte, si no cobra en las urnas el dinero que en efectivo reparten sus programas sociales, si no tiene al Ejército de su parte, si el crimen organizado no le ayuda en la elección, como le ayudó en 2021.

Ha crecido el poder del presidente, pero no el entusiasmo que su llegada al poder despertó. La promesa de aquel triunfo se ha diluido, y el entusiasmo y la esperanza también. Ha desengañado a muchos entusiastas, pero no ha entusiasmado a ningún desengañado.

Queda en el escenario un presidente sin resultados, peleando para ganar en 2024, en una batalla campal, los votos que ganó en 2018 en un día de campo.

2018: La complicidad

Algo hay que decir sobre aquel día de campo y sus complicidades, acaso el mayor engaño que dos presidentes hayan urdido juntos, sirviéndoles a sus compatriotas la finta de que eran adversarios electorales cuando en realidad eran cómplices políticos; uno, López Obrador, en busca del mayor poder posible; otro, Peña Nieto, en busca de impunidad. Los dos consiguieron lo que buscaban, a costa de México y de su joven democracia.

La oferta de complicidad por parte de López Obrador se planteó fuerte y alto en público durante la campaña. En medio de sus andanadas apocalípticas contra la Mafia del Poder y la corrupción, y contra Peña Nieto como cabeza de la podredumbre, el candidato López Obrador, que iba arriba en la contienda, empezó a decir que no perseguiría “a nadie” cuando fuera presidente, que su “fuerte” no era la venganza y que no utilizaría el gobierno para ninguna persecución. Peña debió entender que en este caso “nadie” era sobre todo él; que el profeta de principios incendiados le proponía un pacto de políticos sin principios, el cual podría traducirse así: “Si llego a la presidencia, no te perseguiré. A cambio, tú no obstruyas mi llegada a la presidencia”.1

Sabemos ahora que el pacto se cumplió. Sabemos que Peña intervino desde el gobierno para facilitar la victoria de López Obrador y que López Obrador, ya presidente, hizo todo menos perseguir a Peña.

La maniobra tuvo cinco tiempos:

1. Peña le inventó un delito a Ricardo Anaya para frenar su paso como candidato de la alianza Por México al Frente. 2. Gobernadores peñistas indujeron o dejaron ir el voto priista en sus estados a favor de López Obrador. 3. Sin que chistaran el PRI ni el gobierno, la coalición obradorista, Juntos Haremos Historia, se adueñó de una mayoría de casi dos tercios en la Cámara de Diputados cuando sus votos apenas daban para la mitad. 4. Peña desapareció del escenario al día siguiente de la elección, dejando a López Obrador como presidente de facto seis meses antes de su toma de posesión. 5. Peña ha gozado de cabal impunidad durante el gobierno de López Obrador.

El delito fabricado contra Anaya por la procuraduría de Peña apareció en la campaña a fines de febrero de 2018. Era que Anaya había incurrido en lavado de dinero al comprar una bodega. La supuesta compra involucraba a su suegro, pieza fundamental de la acusación pues, de cumplirse la amenaza judicial, la autoridad procedería no sólo contra Anaya sino también contra su familia.

Jorge Castañeda exploró esta complicidad a partir de la parálisis que sufrió la intención de voto de Anaya por la acusación de Peña (nexos, mayo 2021).

Escribe Castañeda:

“Entre finales de diciembre de 2017 y mediados de febrero de 2018, Anaya se acercó a menos de diez puntos de López Obrador. El ataque del gobierno le tumbó entre cinco y diez puntos de intención de voto a un Anaya estable, entonces ligeramente arriba de 30 %. Fue una caída de la que no se repuso… Sin la decisión de Peña Nieto de inventarle un delito a Anaya, el candidato del Frente hubiera obtenido más que 30 % del voto, y López Obrador alrededor de 45 %, un margen considerable, pero muy inferior al 53 % que obtuvo finalmente frente al 23 % que obtuvo Anaya”.

La acusación del gobierno contra Anaya, volvió al candidato opositor parte del mundo de corrupción compartido por el PRI y el PAN, y dejó a López Obrador como propietario único de la causa anticorrupción y de la candidatura antisistema.

Las elecciones mexicanas de 2018 fueron las menos reñidas de la historia reciente de México. También las menos impugnadas. Al mismo tiempo, han sido las únicas en las que el Tribunal Federal Electoral juzgó que hubo una intervención directa del gobierno contra uno de los contendientes. Terminada la elección, al cierre del gobierno de Peña Nieto, la misma procuraduría confirmó lo dicho por el tribunal declarando oficialmente que su acusación contra Anaya no tenía sustento. Cumplida la maniobra, terminó el delito.2

Más opaco, pero no menos evidente es el hecho de que, el día de la elección, en estados que tenían gobernadores priistas hubo votaciones favorables para López Obrador muy superiores a su promedio nacional de 53 %. En Tlaxcala obtuvo 70 % del voto. En Sinaloa, 68 %. En Oaxaca, 65 %. En Guerrero, 63 %. En Campeche, 61 %. En Hidalgo, 60 %. En Sonora, 59 %.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

Imposible probar que estas diferencias se deben a la consigna priista de votar por López Obrador, pero Castañeda documenta algunos casos que tienen humeando todavía las pistolas:

En Sonora, dos candidatos no morenistas, Rodrigo Bours y Ernesto Lucas, llevaban buenas ventajas en Ciudad Obregón y Hermosillo, respectivamente. En los días previos a la elección percibieron una movilización del voto priista en contra y perdieron la elección. La gobernadora era entonces la priista Claudia Pavlovich, la misma que perdió por paliza su gubernatura a manos del candidato de Morena, Alfonso Durazo, en 2021. La misma que aceptó después, del presidente López Obrador, el cargo de cónsul en Barcelona.

El caso de Sinaloa extiende su sombra hasta hoy. Ahí López Obrador tuvo 15 % más que su promedio nacional. El jefe de asesores del gobernador priista Quirino Ordaz, Rubén Rocha, renunció a su cargo y se postuló al Senado por Morena. A los amigos que se extrañaban del cambio de chaqueta de Rocha, éste les respondía: “Es con el visto bueno del góber, y además quiere que opere la elección a favor de AMLO”. Tres años después, Rocha fue candidato a gobernador por Morena, con todo el apoyo de AMLO, de Quirino Ordaz y del narcotráfico. Ordaz fue nombrado embajador en España.3

Además de acusar falsamente a Anaya y de inducir o soltar a los priistas para que votaran por López Obrador, Peña dejó que éste se apropiara de la Cámara de Diputados.

La coalición de partidos obradoristas Juntos Haremos Historia obtuvo 43.6 % de los votos para la Cámara de Diputados, pero se quedó con el 61.6 % de las curules: 308 diputados de 500. Estas cifras equivalen a una sobrerrepresentación de 18 % respecto de sus votos recibidos, 10 % más de lo que permite la Constitución, cuyo artículo relativo dice: “En ningún caso un partido político podrá contar con un número de diputados… que exceda en ocho puntos a su porcentaje de votación nacional emitida”.4

¿Cómo se hizo la coalición oficialista de una sobrerrepresentación anticonstitucional de 17.6 % en la Cámara de Diputados?

El PRI fue su maestro: lo hizo en las elecciones de 2012 y 2015, mediante un mecanismo que ha sido reconstruido por Nicolás Medina Mora Pérez.5

La ley de coaliciones electorales permite a los partidos coaligados registrar candidatos de un partido con las siglas de otro. Permite una simulación. En el caso de la coalición Juntos Haremos Historia, dos partidos comparsas, el PT y el PES, fueron fortalecidos con candidatos y votos de Morena, el partido fuerte de la coalición.

De los 220 triunfos de mayoría obtenidos por la coalición, 213 se explican por votos de Morena, pero 114 de esos triunfos se endosaron al PT (58) y al PES (56). ¿Para qué? Para que Morena tuviera menos triunfos por mayoría y pudiera obtener más diputados plurinominales: 85 de los 200. (La Cámara se integra con 300 diputados por mayoría y 200 de representación proporcional).

Fue así como con 43.6 % de los votos, la coalición Juntos Haremos Historia obtuvo 61 % de las curules: 308 diputados. Morena empezó la legislatura con 196 diputaciones en septiembre de 2018, pero en abril de 2019, según los registros de votación de la Cámara, tenía ya 257 diputados, seis más que la mayoría absoluta. Sus diputados, electos con las siglas de sus partidos aliados, cruzaban el pasillo del recinto legislativo y se pasaban a la bancada de Morena.

Muy hábil todo, muy astuto, muy anticonstitucional.

El presidente Peña le prestó todavía otro servicio a su sucesor, su supuesto adversario electoral: desapareció de la escena al día siguiente de la elección, seis meses antes del fin de su mandato, dejando todo el espacio al presidente electo, como si fuera presidente en funciones, para que empezara a mostrar el enorme poder que se había ganado y el que le había regalado Peña. En ese interregno prestado, López Obrador dio sus primeros pasos a la Historia, entre ellos la primera gran destrucción de su sexenio: la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, construido ya en su tercera parte; esta suspensión costó 400 000 millones de pesos.

Está claro en todo esto el poder extra que ganó López Obrador y la impunidad total que obtuvo Peña. Pero no queda claro por qué Peña creyó que López cumpliría su parte del pacto una vez en la presidencia. La explicación que se oye en todas partes es que Peña tiene una colección de videos de actos de corrupción de López Obrador y sus personeros, cuya divulgación destruiría la fachada de honestidad con que va por el mundo el actual mandatario.

Algunos videos que han salido ya a la luz dan idea del repertorio posible. Uno muestra al hermano del presidente, Martín, recibiendo dinero en efectivo para “el movimiento”. Otro exhibe al otro hermano del presidente, Pío, recibiendo dinero en efectivo, también para “el movimiento”. La verdad es que no hay político mexicano de cuyos familiares y colaboradores cercanos haya más videos recibiendo dinero en efectivo para el “movimiento”, que los de López Obrador. Falta el archivo de Peña.

De modo que el pacto de los adversarios del 2018 es una serpiente que se muerde la cola: uno calla la corrupción del otro y el otro la del uno.

Hacia el 2024

Los equilibrios democráticos de México están alterados, la democracia que se vive en el país está sujeta a un proceso de centralización antidemocrático. Lo que sucede en México no puede calificarse con propiedad como dictatorial, pero tampoco acepta la descripción de democracia. ¿Cómo llamarlo?

La revista The Economist ofreció en su índice democrático de 2021 una opción que describe mejor lo que sucede en México que las palabras dictadura o democracia.

En tal índice, México ocupa el lugar 86 de 167 países. Un escalón después de México empiezan los regímenes no democráticos que la revista califica como híbridos; es decir: países donde las elecciones libres, el equilibrio de poderes y el respeto a las leyes no están garantizados y tienden más bien a coincidir con los rasgos de una dictadura.

El gobierno de López Obrador ha hecho mucho para empeorar la medición de México, particularmente por su esfuerzo de concentración del poder en el Ejecutivo, por su desdén hacia la ley y su incapacidad de aplicarla, y por su asedio a los otros poderes del Estado, muy especialmente, a la autonomía del instituto electoral.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

Nada de eso constituye una sorpresa para quienes observan de cerca lo que sucede en el país, es sólo una confirmación de que nadie está viendo quimeras cuando dice que la democracia mexicana, incluso la muy imperfecta democracia mexicana, está en riesgo, y puede pasar a peor.

El deterioro se agrava, pero no empezó con el actual gobierno. El índice democrático del país empezó a caer desde 2010; en una escala de 1 a 10, pasó de 6.93 en ese año al 5.57 de 2021.

La violencia incontenible, el autoritarismo presidencial, los ataques al instituto electoral y la baja confianza de los mexicanos en sus instituciones no auguran nada bueno para las elecciones de 2024, dice The Economist.

Quisiera hacer aquí un alegato alternativo o complementario al de The Economist. Creo que nuestra democracia produjo una anomalía en 2018. Creo que la corregirá en 2024. La de 2018 fue una victoria agrandada artificialmente por la complicidad del gobierno saliente y por la actitud absolutista del entrante, quien actuó como si hubiera recibido un mandato unánime de los votantes. Así ha gobernado López Obrador, pero ése no fue el mandato real que recibió ni tuvo el tamaño abrumador que se da por descontado.

El terreno fue y es más equilibrado de lo que presume el actual gobierno. Las encuestas empiezan a emitir señales nítidas en ese sentido. Marcan desde ahora, con toda claridad, que en México no hay unanimidad ni hegemonía, sino una cerrada competencia electoral.

Morena tiene una ventaja cómoda de 20 puntos o más sobre cualquiera de los partidos de oposición por separado. Es el partido dominante y su mandato es obvio: debe conservar su mayoría, refrendar sus alianzas y dividir a la oposición. Eso le será suficiente para ganar en 2024. Suena simple, pero no lo es: porque Morena vive un litigio interno de sus precandidatos presidenciales, y porque sus partidos aliados, en particular el Partido Verde, son caros, difíciles de sostener sin grandes concesiones.

El mandato para los partidos de oposición es también claro: no hay posibilidad de triunfo para ninguno de ellos por separado, porque todos, por separado, andan al menos 20 puntos debajo de Morena. Su única posibilidad de ganar es aliarse de nuevo, como hicieron en las elecciones intermedias del 2021. Y aún más: incluyendo en la alianza a Movimiento Ciudadano, que se ha rehusado a ello de manera tan incomprensible como firme. La pregunta clave rumbo a 2024 es qué resultará más viable: conservar la unidad en el oficialismo o repetir y ampliar la alianza en la oposición. Si no conserva sus alianzas, el oficialismo puede perder. Y si no consolida y amplía sus alianzas, la oposición no puede ganar.

La solución a este dilema será resultado de una negociación entre políticos profesionales, pero lo harán mejor y con mejores resultados quienes sean capaces de escuchar el estado de ánimo de su sociedad, el humor social de los votantes, conforme se acerque la contienda.

La oposición necesita candidato y agenda atractivos. El oficialismo necesita que el candidato escogido por su gran elector no fracture sus alianzas y que la agenda de “más de lo mismo” sea tragable para los votantes otra vez, luego de un gobierno que ha roto mucho y arreglado poco.

Nada está fácil, nada está resuelto, la moneda está en el aire. Y, sin embargo, es un lugar común en México decir que Morena ganará la presidencia en 2024. Se dice que eso marcan las encuestas, que el presidente sigue con una aprobación alta y ocupa todo el escenario político, mientras que la oposición no existe, salvo para equivocarse, ni tiene figuras que puedan cohesionarla en torno a una candidatura única.

Todo esto es mucho decir cuando falta tanto tiempo para las elecciones, con un gobierno de resultados tan pobres y con el antecedente de las elecciones intermedias de 2021. En 2021 el presidente era más fuerte que hoy, la oposición parecía más desarticulada y sin embargo la oposición obtuvo, sumados, más votos que Morena y sus aliados. Perdió varios estados pero ganó la mitad de Ciudad de México, bastión del obradorismo.

Hubo en las elecciones de 2021 un hecho clave: el nombre del presidente López Obrador no estuvo en las boletas, no pudo reflejar en ellas su popularidad. Tampoco podrá hacerlo en 2024, por la misma razón: no estará en las boletas. En las boletas estará una figura de Morena, una figura, cualquiera que sea, no sólo menos popular, sino casi invisible comparada con el presidente.

Ésta es la primera cosa que López Obrador no podrá transmitir a quien elija: su popularidad de hoy, en caso de que la conserve. Tampoco podrá transmitir su experiencia y su eficacia como candidato de oposición. Aquí otra debilidad del gobierno en 2024: su candidatura presidencial no será la candidatura de la oposición, la candidatura del cambio, sino la candidatura de la continuidad. Esto no es fácil en ninguna elección. Menos en ésta porque, como van las cosas, para 2024 la continuidad a defender será la de un gobierno con pocos logros y muchos yerros, algunos de ellos catastróficos.

En suma: no creo que Morena haya ganado ya la presidencia de 2024. De hecho, creo que la perderá. Entre otras cosas porque el proceso de concentración del poder y disminución de la vida democrática del actual gobierno no se ha completado. También en esto ha sido un gobierno ineficaz.

Se dice, con razón, que el de López Obrador es un gobierno populista de libro de texto. Uno de los buenos libros sobre el populismo, que describe con exactitud al gobierno de López Obrador sin haberlo conocido, es el de Jan-Werner Müller, ¿Qué es el populismo?, publicado en 2016, antes de que existiera el gobierno de López Obrador.

El paso final de la implantación de un régimen populista, dice Müller, es que puede escribir una nueva Constitución a la medida de su proyecto antidemocrático.

Para llegar a ese momento los gobiernos populistas tienen que haber ganado varias batallas. Tienen que haber polarizado a su sociedad entre el Pueblo que el gobierno representa y el resto de los ciudadanos que no son Pueblo. Tienen que haber capturado el Poder Legislativo y el Poder Judicial, arrinconado o desaparecido a los partidos de oposición, a los órganos autónomos del Estado, a los medios de comunicación, a la sociedad civil organizada. Y tienen que haberse apropiado del órgano electoral, sin el cual nada es predecible en las urnas según el dicho atribuido a Stalin: “Importa cuántos votan y cómo votan, pero importa más quién cuenta los votos y cómo los cuenta”.

Sólo después de lograr esto el líder populista podrá cambiar la Constitución y dejar refundadas las condiciones del nuevo orden, incluyendo en ellas, de modo sobresaliente, la reelección del líder.

El presidente López Obrador ha avanzado en varios de estos frentes, pero sus avances están todavía por debajo de las exigencias del modelo. No ha capturado del todo al Poder Legislativo ni al Poder Judicial. No ha desaparecido a la oposición, la cual, sumada, tuvo más votos en las intermedias de 2021 que el gobierno y fortaleció su peso en el Congreso.

Ilustración: Víctor Solís
Ilustración: Víctor Solís

López Obrador ha hecho importantes cambios a la Constitución y a las leyes generales, pero la mayor parte de los cambios están hoy bajo revisión constitucional en la Suprema Corte. Puede decirse que el de López Obrador es un gobierno sujeto a ratificación constitucional.

Tampoco ha arrinconado suficiente a los medios de comunicación como para callar la información independiente y la crítica.

El órgano electoral se mantiene combativamente autónomo, aunque sujeto a una presión sin precedentes, que incluye demandas penales inducidas por el gobierno contra los consejeros de la institución.

Como consecuencia de todo lo anterior, la posibilidad de cambiar la Constitución para establecer la reelección simplemente se ha ido del horizonte, si alguna vez estuvo.

El proyecto populista de López Obrador está implantado a medias, con demasiadas piezas sueltas respecto del modelo. Es un embrión que no ha terminado de cuajar, con un horizonte económico adverso, una pobre canasta de logros y una terrible oferta de futuro.

Algo toca a su fin ante nuestros ojos pero no tiene los rasgos de una epopeya en marcha, sólo de una presidencia ruinosa.

Forcejeando con la historia

La palabra “transformación” que rige el discurso gubernamental es una mascarilla de la palabra “revolución”.

La retórica de la “transformación” ha hecho todo lo que hace la retórica revolucionaria: se ha inventado un “antiguo régimen” opresor, la “era neoliberal”; ha ofrecido un futuro reparador e igualitario, dinero del presupuesto para los pobres; y se ha dado a la tarea de destruir los cimientos del pasado oprobioso para traer al mundo su utopía, su nuevo orden prometido.

Los historiadores saben que ni siquiera las verdaderas revoluciones, las que toman el poder por las armas, pueden cambiarlo todo.

Con el tiempo, el pasado que se pretendió destruir vuelve por sus fueros: el absolutismo de los reyes de Francia se transmuta en el de Napoleón Bonaparte; el despotismo de los zares en el de Lenin y Stalin; la dictadura de Batista en la de Fidel Castro; y la de Somoza en la de Daniel Ortega.

Una trasmutación similar se da en la Revolución mexicana que se alza contra la dictadura de Porfirio Díaz, pero con el tiempo da paso a los gobiernos dictatoriales del PRI, cuya esencia política José Vasconcelos describió, con humor, como un “porfirismo colectivo”.6

Las verdaderas revoluciones estuvieron también muy lejos de cumplir sus promesas, y trajeron a sus pueblos sangrías y opresiones mayores.

La “revolución pacífica” que se esconde en los pliegues de la “cuarta transformación” no viene de una revolución, sino de una elección democrática, materia por definición gradual, reformista, ajena por completo al espíritu de una revolución.

Hay un gran error político en creer que un triunfo democrático vale como un mandato revolucionario. Fue el error de Salvador Allende en el Chile de 1970. El gobierno que confunde su triunfo electoral con un mandato revolucionario destruye en su prisa muchas cosas del supuesto antiguo régimen, sin cambiarlo realmente y sin mejorar sus resultados. Es lo que ha sucedido en México en estos tres años.

Se reía Edmundo O’Gorman de la escena de una película en la que un campesino europeo del siglo XVII se despedía de su mujer diciendo: “Adiós, mujer, me voy a la guerra de los Treinta Años”.

Desde que empezó su presidencia, el presidente López Obrador se ha estado yendo a la Cuarta Transformación. Antes de que tomara su primera decisión como presidente ya estábamos, en su cabeza, en un cambio mayúsculo, continuación y clímax de los tres que ha tenido el país: la Independencia, la Reforma, la Revolución. Antes de ser presidente, el futuro presidente ya era sucesor del cura Hidalgo, Padre de la Independencia; de Benito Juárez, Prócer de la Reforma; y de Francisco I. Madero, Mártir de la Revolución.

Desde el arranque, en su discurso López Obrador se equiparó con los personajes emblemáticos de las grandes transformaciones del país y nosotros los mexicanos fuimos, desde el primer día, los beneficiarios de la decretada Cuarta Transformación de nuestra Historia.

A fines de enero de 2022, el presidente despidió al responsable del Tren Maya, Rogelio Jiménez Pons, porque no pudo cumplir con lo que esperaba de él la gran transformación decretada, sino que había hecho del Tren Maya un batidillo de sobrecostos y árboles talados. Mencioné ya esta escena, pero la completo ahora porque me parece un ejemplo perfecto del juego de la gallina ciega que el presidente López Obrador libra con la historia.

El presidente explicó el despido de Jiménez Pons con rigor hegeliano:

“Podemos querer mucho a una persona pero si… no internaliza de que estamos viviendo un tiempo histórico, un momento estelar de la historia de México, está pensando que es la misma vida rutinaria del gobierno, que todo es plano, que no importa que se pase el tiempo, pues entonces no está entendiendo que es un cambio profundo”.

Es decir, Jiménez Pons, como las “conciencias infelices” de Hegel, no había entendido su propio lugar grandioso en la Historia.

No quiero pecar de exégeta, pero acaso lo que le pasó a Jiménez Pons es que, efectivamente, él, como el país todo, no está viviendo en un tiempo estelar de la historia de México, sino en el tiempo rutinario del México de siempre, donde el gobierno planea mal sus obras públicas y sus obras públicas salen mal.

Como los otros 130 millones de mexicanos que viven en el país, Jiménez Pons no pudo mudarse a ese lugar predecretado de la historia donde la Cuarta Transformación ya sucedió, el Tren Maya fue un éxito y el presidente López Obrador quedó inscrito, junto con Hidalgo, Juárez y Madero, en el muro de los grandes hacedores de la patria.

Por un sutil camino, Jesús Silva-Herzog Márquez (Reforma,18 de abril de 2022) nos ha ofrecido, a través de la evocación de un libro clásico, una deliciosa glosa de la batalla que libra el presidente de México con los espectros de la historia.

Se trata del libro de Marx: El 18 brumario de Luis Bonaparte, cuyas primeras líneas dicen, célebremente:

Hegel observa en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal acontecen, por así decirlo, dos veces. Olvidó añadir que, una vez, como tragedia, y la otra, como farsa.

Marx hizo una salvaje crónica política del simulacro de imperio que Luis Napoleón Bonaparte quiso recrear en Francia (1852-1870) envuelto en los vapores de la grandeza de su tío, el Napoleón de a deveras.

Algo semejante sucede con el baile de disfraces históricos de la llamada Cuarta Transformación, coloreada toda ella por la obsesión presidencial de vestirse con tiempos y personajes mayores. La voluntad de encarnar y dirigir la historia está en el centro del proyecto de López Obrador, quien no sólo pretende usar las galas de lujo del repertorio nacional, sino resumirlas y superarlas.

La discordancia es evidente:

Quiere ser Juárez, pero es López Obrador. Quiere ser el jefe del partido liberal, pero es el dirigente de Morena.

Quiere ser el reconstructor de la grandeza petrolera de México, pero es el presidente de un Pemex endeudado y disminuido.

Quiere ser el nacionalizador de la electricidad, pero es el valedor de una compañía eléctrica que ganaba miles de millones de pesos hace cuatro años y pierde miles de millones hoy (106 000 millones perdió en 2021).

El disfraz de Lázaro Cárdenas y de la expropiación petrolera de 1938 asoman como intención histórica bajo la presurosa ley, aprobada en abril de 2022, que nacionaliza por segunda vez el litio, mineral que ya estaba nacionalizado, y dibuja en el aire una empresa estatal inexistente que se ocupará del litio como Pemex se ocupó del petróleo.

Nuevamente el efecto es visible: la gesta se vuelve gesto; la grandeza es retórica; la memoria histórica es disfraz; y la historia de cada día tiene siempre algo de caricatura.
“El presidente historiador”, resume Silva Herzog, está “secuestrado por la fantasía de su trascendencia”.

Lo cierto es que la historia ha tocado varias veces a la puerta de López Obrador, el presidente mexicano con más ganas declaradas de pasar a la historia.

Oyó muy bien el aldabonazo que tocaba a su puerta para elegirse. Le decía que el nombre del juego era combatir la corrupción y la pobreza, frenar la violencia, regresar al Ejército a sus cuarteles, crecer 4 % en sus primeros años, 6 % en los últimos. Oyó el llamado de la historia: prometió todo eso y ganó con 53 % de los votos su elección, subiendo a su carroza la genuina adhesión de millones y la complicidad de su antecesor, que le hizo parte de la chamba.

Pero creyó todo suyo y multiplicó en su cabeza el tamaño de su triunfo, se subió al pedestal de la victoria sin límites y dejó de oír los toquidos de la puerta, se dedicó a escucharse a sí mismo, a responder sólo a sus propios aldabonazos. Se volvió entonces estridente y sordo: estridente para imponer su idea; sordo para escuchar la realidad.

En 2018, la historia llamaba a su puerta generosamente. Le habían dejado en la mesa un aeropuerto de clase mundial, un sector energético bullendo de inversión en energías limpias y una reforma educativa abierta a la calidad. Desoyó todo eso. Machacó el aeropuerto y la confianza de los inversionistas, apagó los futuros del cambio energético y del cambio educativo.

En 2020, la historia llamó a su puerta otra vez, con la pandemia, dándole la oportunidad de ampliar el sistema de salud y la inversión social en momentos de contracción económica y empobrecimiento.

Desoyó también ese llamado. Fue uno de los peores administradores del mundo de aquella tragedia, con centenas de miles de muertos, y con un aumento de pobres increíble para un gobierno que dice ocuparse sobre todo de los pobres.

Ahora la historia toca de nuevo a sus puertas con la crisis mundial desatada por la invasión rusa a Ucrania y la rivalidad económica de Estados Unidos y China.

Descubrimos entonces al presidente mexicano parado en el peor lugar de la historia que le pasa enfrente: del lado del verdugo ruso al que repudia el mundo, sin solidaridad con la nación agredida, cambiando dicterios provincianos con la posición política y moral de Occidente.

Ciego aparece también ante la oportunidad de suplir a China como exportador en el mercado de Norteamérica mediante una profundización de la alianza económica con Estados Unidos. Mientras el mundo cambia y Occidente se alínea en defensa de sus valores y su civilización, el presidente mexicano mira a Cuba, a Venezuela, a Nicaragua, y habla por ellos.

Empieza a parecer entonces lo que es: no un presidente sensible a la historia ni el líder de una transformación histórica de su país. Más bien un político al que la historia que le toca vivir, la historia a la que debe responder, le pasa de noche.

Un presidente sordo a los verdaderos llamados de su tiempo.

7 de mayo de 2022

 

Héctor Aguilar Camín
Historiador y escritor. Entre sus libros: Nocturno de la democracia mexicana, Pensando en la izquierda y México: la ceniza y la semilla.


1 “Yo no voy a perseguir a nadie, lo he dicho, porque no es mi fuerte la venganza. Yo quiero que haya justicia y voy a acabar con la corrupción y voy a acabar con la impunidad, pero no voy a perseguir a nadie, no voy a utilizar el gobierno para ninguna persecución”. El Universal, Tamaulipas, 26 de febrero de 2018. https://bit.ly/3MS2c8y.

2 El tribunal electoral dictaminó que la procuraduría había usado recursos públicos contra Anaya: https://bit.ly/3kSgY3j. El 28 de noviembre de 2018, dos días antes de terminar el gobierno de Peña Nieto, la procuraduría emitió un boletín reconociendo: “No existen datos de prueba suficientes, aún de manera circunstancial, que permitan acreditar el hecho con apariencia de delito de operaciones con recursos de procedencia ilícita” (cursivas HAC). Reforma, 5 de marzo de 2019.

3 Castañeda, J. G. “La oposición ganó… con una buena ayudada del gobierno”, https://bit.ly/3ugU3BB. El narco intervino decisivamente en las elecciones de Sinaloa: en Mazatlán, retuvieron a taxistas que llevaban a funcionarios de casilla para que no llegaran a su destino y no las abrieran. En Culiacán, amenazaron de muerte al candidato del PRI que renunció. Para postular a su sustituto pidieron autorización al jefe narco, Ismael el Mayo Zambada, quien lo aprobó, pero no Los Chapitos (hijos del jefe narco Joaquín Guzmán), quienes secuestraron durante el día de la jornada a todos los miembros de su equipo electoral y los liberaron cuando cerraron las casillas. De Mauleón, H. “El voto narco”, El Universal, 16 de julio de 2021.

4 Murayama, C. “Evitar la sobrerrepresentación”, Excélsior, 1 de marzo de 2021, https://bit.ly/3raFNIu).

5 Medina Mora Pérez, N. “Fabricando mayorías”, nexos, mayo de 2021, https://bit.ly/38cDZev.

6 Para el caso de México uso aquí la palabra “dictadura” en su estricto sentido liberal, como un régimen donde no hay división de poderes, donde el Poder Ejecutivo ha capturado y nulificado al Legislativo y al Judicial.

Publicado originalmente en nexos

 


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